martes, 21 de agosto de 2007

Relato:







Relato basado en apuntes de puño y letra que me entregó mi hermano Juan Ignacio, escritos en el reverso de una vieja, ajada carta documento.


Un día como cualquier otro, cuando llega la tarde, uno se pone a pensar qué hacer... y me dije en ese momento: voy a ensillar la overa para ir a pegarle una mirada a los terneros que están en el jarillal, ya que hace rato que no ando por ese lugar.
Eran pasadas las tres de la tarde de un día muy caluroso de marzo cuando salí junto con cinco de mis queridos y apreciados perros. Uno tras otro se enfilaban tras los rastros que dejaba mi yegua.
Al Jack, uno de lo más veteranos y experimentado de mi cuadrilla lo dejé atado debajo de la sombra de un eucalipto, por presentar un síntoma de renguera en una de sus patas traseras y Chiquito, el tímido ovejero, tampoco fue de la partida por estar escondido en el galpón.
Cuando llegué al jarillal (un potrero de 70 hectáreas con zonas pedregosas cubiertas de olivillos, jarillas y chañares) los terneros, por suerte, se encontraban arrinconados sobre el secano (potrero de 30 hectáreas limpias, sin monte) Decidí pasarlos a ese lugar así podría llevarlos al corral y encerrarlos para revisarlos con más tranquilidad.

Empecé a presionarlos para que pasen. Comenzaron a correr dividiéndose en varias tropas y ahí se me complicó la cosa.

Yo iba de un lugar a otro, pero como mi yegua estaba muy gorda no podía hacer mucho, sólo me quedaba trabajar con inteligencia y con la ayuda de los perros. Gracias a ellos pude meter gran parte de ganado en el secano.
Una punta de terneros me ganó la tranquera y se metió entre la espesura de unos matorrales de olivillos, como lo llamamos nosotros: un sucial. Me bajé de la yegua y animé al Sacachispa para que los sacara, ya que está capacitado para ese trabajo. Luego de varios toridos los terneros comenzaron a avanzar.

El ladrido del perro había cambiado, ahora era más grave y los demás compañeros que estaban junto a mí salieron disparados como misiles. Supe entonces que el Sacachispa había dado con un jabalí y yo con una historia tal vez para contar.

Corrí hasta la overa, monté y salí a toda furia hacia la orilla del río de donde provenían los toridos. Quise ganarle al chancho antes de que vadee el río pero cuando me asomo en la orilla ya el Sacachispa y el Arruinado iban atravesando la correntada. Por detrás se largaron Chavito, Pehuen y Lonco. En cuanto hizo pie el Sacachispa se perdió en los matorrales de sauces y tamariscos. En pocos segundos ya lo había empacado porque imaginaba yo que era un barraco.
La gran pelea había comenzado: se escuchaban los toridos y gritos de los perros.

No pude dejar de pensar que, seguramente, el chancho, con sus afilados colmillos los estaría lastimando, haciéndoles cortes en distintas partes del cuerpo.
Me encontraba del otro lado del río. Me sentía impotente, cada segundo que pasaba apretaba el nudo que tenia en mi garganta. Pensé en el mal traer que tendrían los perros y decidí tirarme al río. No había tiempo, nadaría con la ropa puesta: camisa, bombacha de trabajo y unas botas de cuero. Llevaba apretado en una mano mi cuchillo verigero mientras braceaba contra la mansa pero pesada correntada.Al llegar a la orilla opuesta me enredé con unas ramas. Me hundía el peso de las botas complicando mi salida. En ese momento escucho el ruido de un vehículo que se aproximaba a gran velocidad al lugar de la pelea.

Los sonidos a ramas quebradas y a perros lastimados que se escuchaban en la tarde eran impresionantes y aceleraban mi corazón. Luego, no escuché más nada.
Quien fuera había llegado en el vehículo, de alguna manera lo había silenciado.

Pegué un grito.
Alguien me devolvió otro.
Comencé a arrastrarme entre las ramas de los olivillos. Los 200 metros que tuve que hacer para llegar, juro, se me hicieron interminables.
Cuado llegué quedé impresionado: me encontré con un semejante padrillo muerto entre una rueda de perros agotados.El hombre dijo que estaba trabajando y al escuchar la pelea, se imaginó que era el chancho grande que habían visto varias veces en los manzanos.
Cargó unos perros en la camioneta y ellos fueron los que ayudaron para el remate final a cuchillo, porque mis perros lastimados ya casi no tenían fuerzas para sujetar.
En verdad el Arruinado, por ser el cachorro del equipo llevó las de perder, tenía un corte en el pecho y en el cuarto trasero. Los demás no tenían cortes de extrema gravedad.
Ya más tranquilo con un apretón de manos le dije: Usted debe ser Dante, mi vecino, ya que no nos conocíamos.

Resultó ser mi vecino, nomás. Decidimos sellar la presentación esa misma noche con un buen asado.
Juntos arrastramos el animal hasta la camioneta. El resto
es sabido por todo cazador: corre la noticia y se acercan
los conocidos a compartir la alegría de la cacería, con fotos incluidas. Un muy buen pretexto para sumar comensales al asado y entre todos revivir los intensos momentos de la tarde.
Mientras curaba a mis perros no podía dejar de pensar en los pocos minutos que dura una pelea y en el riesgo que corren.Gracias a Dios mi vecino pudo llegar a tiempo, porque yo me demoré debido a la suciedad del monte.
Agradezco infinitamente a Dante de haber intervenido y que hayamos salido victoriosos en esta cacería. Lo más importante fue que no tuvimos que lamentar la pérdida de ninguno de nuestros perros.
Esto fortalece el dicho: cuando uno menos lo busca... lo encuentra. (J.S.)



1 comentario:

Anónimo dijo...

que bueno el caballo lo dejaste en el campo